Mi oido, perforado desde hace un par de años me lo recuerda. Sobre todo este verano, cuando fui al otorrino que me prohibió el agua. En el oido, no totalmente.
He encontrado una manera de ducharme que se debe ver graciosa desde afuera, pero hemos hecho de la ducha un ritual privado. Quizas por lo mucho que se revela, quizas por la evidencia de lo sucio, quizas por lo debil que se está, sin nada de donde agarrarse efectivamente. Hubo un tiempo, quezas después de ver una película de psicosis donde me llevaba el puñal que me regalaron mis amigos de concepción a la ducha. Ya no.
De cualquier forma la ducha no es lo triste. Es la piscina. Supongo que debe ser el mar también aunque no he visitado el mar este verano. Nunca me gustó mucho, no de dia, no en verano.
La arena seca caliente, invasora, como hormigas hechas roca, el agua evidentemente sucia, la gente asquerosamente gorda tan cerca, la gente increiblemente bella tan inalcanzable. El sol que quema, no importa donde estés, no importa cuanta crema, pero si estás en el lugar de la sociedad, entonces te quema mal y lo pagas por una semana.
La piscina era lo que me gustaba. Sabías que abrir los ojos debajo del agua era una idea casi buena, y te podías tender en el fondo, y sentir como eras verdaderamente una ola. Nadar, sin tener que saber nadar de verdad y en momentos gloriosos ganar alguna carrera o simplemente ir y volver sin respirar. Ahora no hay agua y el sanar de mi cuerpo depende de mi alejamiento de la sociedad.
Ver el mundo de maneras fractales no me ayuda en este punto. Un año gris, de crecimiento fome se avecina. Y luego volver a bañarse.
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