Siempre tuvo problemas con los baños públicos. No sentía mucho pudor en las casas de conocidos, pero durante toda la universidad solo se sintió comodo en el baño al hacer pipí.
Por eso le sorprendió darse cuenta de que le gustaba el baño de su trabajo. Le gustaba más que el de su casa. Tenía una taza American Standard, lo que le daba confianza. La presión de la descarga y de los lavamanos era adecuada, la suavidad de el papel para limpiarse y secarse era impecable.
Tenía un colgador para la chaqueta, desodorante, pero sobre todo una puerta que se cerraba completamente y una pared a los lados, sin espacios por debajo, lo que daba la impresion de que no eran paneles sino una pequeña pieza, un verdadero lugar de privacidad.
Había cosas que lo confundían, como la presencia ocasional del olor del amareto en los urinales o la posibilidad siempre acechante de que la chaqueta cayera en el remolino de esa potente taza sin tapa.
Quizas lo más curioso, y lo que más excitaba su imaginación, era el misterioso espacio tras los urinarios. Lo más probable, pensaba, es que ese espacio no haya estado pensado como baño para la oficina, y esto sea una ampliación. Un espacio de 6 x 0,8 metros se extendía detrás de una pared de unos 2 metros de alto. Apoyando el pie en un urinario era facil levantarse y mirar lo que a través del tiempo se había acumulado ahí. Basura, evidentemente, pero de mucho tipos diferentes.
Pasaron muchos meses antes de que ese espacio le sirviera de algo.
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